Pintura

Miguel Angel Lombardía: Manzana de oro 2007

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MIGUEL ANGEL LOMBARDIA     Sama de Langreo, 01-08-1946

   Pintor, escultor y grabador, se inició a los 13 años como pintor autodidacta celebrando exposiciones individuales en Sama y Oviedo.
   En 1965 ingresó en la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo, concibiendo a partir de entonces la pintura como un planteamiento de nuevos materiales y técnicas, y como la plasmación sensibilizada de una temática. En su afán  de investigación con materiales artísticamente inéditos, sufrió aquel mismo año un grave accidente que le produjo quemaduras en el rostro y en las manos.
   También en 1965 ingresó en la Escuela de Artes Gráficas y en 1966 en la de Bellas Artes de San Fernando, cuyos estudios completó, becado por la Diputación de Asturias en 1970, año en el que representó a España en la Bienal de Alejandría.

   En 1974 residió en la Academia de Bellas Artes de España en Roma con beca del Ministerio de Asuntos Exteriores, a su regreso se avecindó en El Condado (Asturias) y a comienzos de la década de los 80 estableció su residencia en Madrid, manteniendo lazos estrechos con Asturias.

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Su lenguaje pictórico partió del realismo, para aportar a partir de 1972, posiciones de fuerte expresividad, próximas a la pintura de testimonio social, como se refleja en su serie “La Mina” y en el conjunto de obras dedicadas a la mitología astur.
   A partir de la serie “Despojos” su estilo cobró una inconfundible singularidad, al incorporar al cuadro no solo elementos matéricos, de desecho –según la poética del “arte pobre”, sino también volúmenes tridimensionales y planos reales añadidos a la base del soporte, con lo que la obra adquiere dimensiones de espacio escenográfico. En 1977 se inicia en la escultura con una serie de torsos tallados en madera, que últimamente culmina en una obra de firme personalidad, dentro de una figuración posmoderna de imaginación y libertad muy acusadas.

   Ente sus contadas muestras individuales destaca: Galería Fauna's (Madrid 1971 y 1973, Centro Asturiano de México (México D.F.1972), Caja de Asturias (Oviedo 1972), Galería Tassili (Oviedo 1975 y 1978), Galería Altex (Madrid 1977) y Museo de Bellas Artes de Asturias (1982)- Con respecto a su obra gráfica destacan sus series “Tauromaquia” y “La Regenta, 100 años después”

   Es miembro del Consejo Asesor del Centro Asturiano de Madrid.

Manzana de oro

Presentación de Miguel Angel Lombardía en el acto
de entrega de la "Manzana de Oro" del Centro Asturiano de Madrid
.

16 de octubre de 2007

  Juan Luis Iglesias Prada

       Esta es, queridos amigos, la segunda vez que al intervenir públicamente en esta nuestra Casa he de adentrarme en el complejo mundo de la creación artística. Y por ello, sumido en el temor reverencial que esta nueva encomienda me suscita, me ha resultado inevitable el recurso a los antecedentes de la primera para extraer de ellos algunas consideraciones ya expuestas en aquella ocasión. Como entonces indicaba, en la siempre abierta polémica sobre la esencia del arte, la relación interna entre forma y expresión constituye una cuestión cardinal que un interesante libro cuya lectura me atrajo hace ya una década, ha propuesto resolver mediante el recurso a una síntesis: la “forma expresiva”. Líbreme Dios, sin embargo de encauzar mis palabras de hoy por los derroteros del más viejo problema de la estética. Pero tal vez no sea superfluo poner de manifiesto que en la definición de esa síntesis hay una proposición que me parece aceptable: lo que una forma expresa es lo que hemos de pensar de ella para verla correctamente. Viene esto a cuento de la obligada reflexión que he debido hacerme para entrever el sentido de mi intervención en este acto. Profano en el mundo de la pintura-daltónico incluso-, poco versado en los cánones tridimensionales de la escultura y escasamente representativo al lado de tantos otros que podrían referirse con mayor conocimiento de causa a nuestro protagonista, tengo muchas dudas acerca de mi legitimación para ocupar éste estrado y penetrar, a través del secreto desvelado cumplida vocación creativa, en su rica personalidad. Ante la obra plástica de Miguel Ángel Lombardía, en efecto, sólo me siento con fuerza para considerarme un simple espectador. Y desde esta condición, me parece que mi cometido al exponer, aquí y ahora, la larga trayectoria artística que le ha llevado, con todo merecimiento, a la obtención de la “Manzana de Oro” de nuestro Centro reside, tan sólo, en exteriorizar aquélla que me comunica el conjunto de esa obra. Claro está que si, según se dice, la misma aprehensión de la forma es interpretación, para cumplir ese cometido habré de asumir -como ya lo hice en la ocasión antes evocada- el riesgo de no haber visto esa forma correctamente.

       Inquietud, es lo que yo he sabido percibir entre los valores expresivos acantonados en el marco del diálogo celadamente entablado por Miguel Ángel con sus pinceles y escoplos a lo largo del tiempo. Porque ése es, a mi modo de ver, el mensaje que nos traslada con la forma expresiva de su pintura y de su escultura.

       La inquietud suele invitar al equívoco de la inseguridad o de lo inestable. Me parece, sin embargo, que, bien entendida, es un subproducto de la libertad de espíritu, un destilado de la redoma de quienes aman profundamente la libertad y se sienten verdaderamente libres porque este sentimiento les permite buscarla de modo permanente. No han sido muchas, ciertamente, las horas que he podido ver transcurrir en la proximidad de Miguel Ángel Lombardía. Pero he de decir que en todas ellas he creído percibir el hálito de la inquietud, de la ansiedad diligente; de aquella tendencia que, recordando ahora a modo de ejemplo un episodio de su juventud, le llevaría con 18 años de edad a sufrir graves quemaduras en el rostro y en las manos por ensayar unas nuevas técnicas para la realización de sus cuadros. Y en el fondo de todo ello, al reflexionar sobre su trayectoria vital siempre he experimentado sensación de hallarme ante el vuelo rasante emprendido desde un palomar de libertad.

Cuando el espíritu anida en ese recinto, la inquietud desborda sus paredes. Y cuando le acucia el deseo de volar, el desasosiego del espíritu libre se proyecta en la forma expresiva. Tengo para mí, que nuestro protagonista de hoy encarna en su obra artística, en su pintura y escultura, ese vuelo rasante; esa emancipación esencial que rompe las ataduras de la vida, es un privilegio de los seres libres y propaga en su derredor ráfagas de creatividad, de arte. Una especie de ventolera creadora que, tan vez inadvertidamente pero como hija de esa inquietud, ya se deslizó entre aquellos treinta cuadros pintados en 1965 mientras recorría a pie, en compañía de su amigo Francisco Pol, el “Camino de Santiago” y que, a mi modo de ver, también inspiró la producción artística de Miguel Ángel que se corresponde con aquella época en la que, movido por la impaciencia del mayor saber, se matriculó en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, residió en Granada becado por la Fundación Rodríguez Acosta para abrir su retina, llena de grises industriales, neblinas, montañas y verdes valles, a otros paisajes y tonalidades. Viajó a México para sentir de cerca a Rivera y a Siqueiros y penetrar en las razones de su obra pictórica, y, en fin, se desplazó a la Academia Española de Roma para vivir en ella una experiencia sin duda enriquecedora, aunque parcialmente frustrada al no haber hallado en ella el viento propicio para su vuelo en libertad.
      Es la misma inquietud, en este caso entrañada en el mundo que le rodea, que ha sido sensible, hasta trasladarlos a su pintura, al eco de la dura brega minera y siderúrgica audible en los aledaños de la casa paterna, a las contradicciones del consumismo y la indiferencia humana, o a la barbarie que, al derruir las una de tresTorres Gemelas, ha removido los ya frágiles cimientos de la convivencia mundial. En el primer caso, con el recurso al óleo, al esmalte, a la tinta y al grafito para expresar en numerosos lienzos la hipertensión social y ambiental insita en el entorno industrial de sus orígenes. En el segundo, para escenificar en la serie de cuadros denominada “Despojos” su clamor desgarrado ante la deshumanización que va anidando en nuestro mundo; “Seres que fueron trajes llenos, zapatos o alpargatas, sabiendo diariamente a dónde iban, miserias del desprecio, del odio y de la cólera de nuestro tiempo horrible”, como los describiría Alberti en un implacable poema inspirado en esa serie. Y en el tercer caso, en fin, para perpetuar el horror de aquella tragedia y sublimar la memoria de sus víctimas con una iconografía floral -su más reciente serie “Flores para Manhattan”- que en el recurso insistente a la cala como flor protagonista parece combinar la caducidad de la existencia humana con la imaginaria proyección hacia las alturas que es propia de lo esbelto. No son, desde luego, las únicas flores que en los últimos tiempos han salido de su paleta; pero éstas me han venido a recordar algunos versos de Juan Ramón Jiménez, otro de nuestros grandes poetas:

“Las flores se dan la mano
y gritan como pájaros.
No se van.
(Por no secarse de espanto)
Llaman con pena y con blanco."

       Esa inquietud es también, a mi modo de ver, la que le llevará a explorar con plasticidad tridimensional otras vías de drenaje para la torrentera de su inspiración estética, hasta descubrir la virtualidad expresiva del cincel o de la fundición artística que, entre otras de sus obras escultóricas realizadas con posterioridad a su iniciativa serie de torsos, podemos admirar en sus “Ensoñaciones de la Regenta”, su “Rampa- Minero”, su “Paisaje Germinador” y, más recientemente, en su enigmático “Origo”, todas ellas exhibidas hoy en espacios públicos bien conocidos. Es, igualmente, la que, convencido pueblo es tanto más maduro cuanto más elevado sea el nivel de su cultura, le impulsó a involucrarse en la vida cultural asturiana, impulsando algunas experiencias asociativas, editando una revista para la cuenca del Nalón y promoviendo diversas iniciativas en ese ámbito. Y es, en fin, la que, proyectada sobre sus raíces astures, le introdujo en la mística de nuestra mitología para recrear en su pintura, con un cierto surrealismo, la fantasía y la proximidad real del Cuélebre, el Xanu y, sobre todo, del oficinista fisgón Juan Canas.

       En todo caso, lo relevante de esta apresurada semblanza, en la que por mi confesada condición de lego en la materia he evitado referirme a posibles filiaciones realistas o neorrealistas en su obra, no es que Miguel Ángel Lombardía se haya deleitado en la inquietud que anida en el frondoso bosque de nuestra propia existencia. Lo significativo es, ciertamente, que haya sabido capturarla para sí, que haya sido capaz de insertarla en el escenario de su vida y que, acaso por haber sentido el placer interior de la autarquía, haya podido transferir al ambiente en que se mueve el beneficio de la ansiedad creativa. Tal vez por ello, yo he querido ver en su crónica artística destellos de inquietud. Los mismos que han irrumpido en sus cuadros como luminarias de la intimidad personal; los mismos que alumbraron tantas horas de silencioso quehacer frente al caballete o empuñando el cincel; los mismos que han dibujado su silueta sobre la cartografía inagotable de la inspiración estética para enmarcar en ella una aportación de mérito al mundo del arte.

       Por lo demás, no me parece dudoso que esa semblanza avala ampliamente el acierto de la incorporación de Miguel Ángel Lombardía a la pomarada honorífica de esta Casa, en la que me honra tener también prendida mi propia “Manzana de Oro”. Pero tampoco olvido que con esta distinción también se evoca la asturianidad, ese sentimiento de profunda vinculación con nuestra tierra firmemente arraigado en los orígenes y celosamente acomodado en las entretelas de nuestro modo de ser. Y, desde luego, quien hoy la recibe anda igualmente sobrado de ese sentimiento, de ese vínculo pasional que impregna nuestra dimensión humana.

       Hago este aserto con particular satisfacción porque Miguel Ángel Lombardía -y ahora comprenderéis el porqué de la encomienda de presentarle en este acto- ha nacido en Sama de Langreo, la que algunos años antes que él yo mismo abrí ojos a la vida. Y para acentuar esta coincidencia natal, hemos estado avecindados en la misma calle, una calle que debía ser la de más chigres por metro cuadrado del mundo, en la que mi padre ejercía el comercio en el mismo edificio donde residía Lorgia Benayas, la comadrona que muy probablemente nos auxilió a Miguel Ángel y a mí en la búsqueda de la primera luz, y en la que no faltaba de nada: barbero, zapatero, fotógrafo, notario, un relojero bohemio y hasta una “casa de citas”.

      Allí, en efecto, recorrimos la primera etapa de nuestra pequeña historia, en la que mi memoria se condensa en una infancia feliz que en buena parte transcurrió en un diario recorrido por el lateral derecho del Parque Dorado para ir al colegio, donde no recuerdo haber coincidido con Miguel Ángel, sin duda por razón de la edad y tal vez también porque no hayamos hecho las primeras letras en el mismo centro escolar. Como he indicado en alguna otra ocasión, luego sabría, años después, que el Langreo de la época -el Langreo de la infancia de Miguel Ángel y de la mía- no era un modelo de prosperidad económica, mantenía en la trastienda no pocas diferencias sociales y todavía buscaba el marco de su propia identidad entre los rescoldos de una iniciativa revolucionaria reprimida años atrás y de una reciente y dolorosa contienda civil. Una realidad que entre nosotros, niños de la generación de los cuarenta, probablemente era escasamente percibida.

       Aquella situación evolucionaría con el paso del tiempo, del mismo modo que los niños de entonces -yo primero y Miguel Ángel más tarde- recorríamos la adolescencia camino de la juventud. Como también he señalado en esa misma ocasión, la postración urbana de nuestra niñez abrió paso así aun período de prosperidad, ciertamente basado en una industria subsidiada para servir a una política económica nacional orientada hacia la autarquía, pero capaz de revitalizar el valle del Nalón y operar en la villa de Sama una notable transformación. No es mi propósito analizar ahora la corrección o el desacierto de aquella política económica, ni recuperar las imágenes materiales de ese hito próspero de nuestra común historia. Por encima de esa analítica, desde luego nunca inútil, siempre he preferido ahondar en la actitud de las gentes, en la médula social y en el perfil humano de los episodios de la vida. Y desde esta perspectiva, recuerdo ahora cómo entre los libros de mi larga etapa de residencia en Oviedo para hacer los estudios universitarios y con la imaginación volcada en la villa que me vio nacer, llegaba a percibir un entorno más solidario, en el que al pié de las escombreras reverdecía el progreso social, en el que el Nalón azabache diluía entre sus aguas viejos temores y en el que los chigres, cada vez más numerosos, volvían a cantar. Una villa con pulso rítmico en su entramado venoso, con un aura de vitalidad, con la sonrisa recuperada, templadas las pasiones, receptiva a la modernidad y abierta a lo entrañable. Una villa, en fin, donde la precocidad artística de nuestro protagonista de hoy comenzaba a dar sus primeros frutos, bien abundantes por cierto.

toro grande       Este es, a mi modo de ver, al ámbito en el que floreció lozana la asturianidad de Miguel Ángel Lombardía. No puedo asegurar que su percepción de ese marco local y ambiental sea coincidente con la mía. Pero tengo para mí que, cualquiera que sea la suya, en esas raíces está el germen de aquella inquietud a la que antes me he referido y, sobre todo, el de su profunda vinculación con nuestra querida tierra asturiana. En ellas permaneció anclado cuando se desplazó, Nalón arriba, para residir en el pueblo de El Condado, buscando allí otras referencias cromáticas, la templanza del medio rural y aliento fresco de una naturaleza más generosa. Esas mismas raíces siguen manteniendo irrigado el tronco existencial de su diario quehacer, ahora compartido entre su hogar madrileño, de notoria atmósfera astur, y su refugio de Somao de Pravia. Y ellas son el pilar sobre el que se asienta su fidelidad a los valores que singularizan nuestro modo de ser y, en particular, a esa transitividad que Ortega y Gasset nos reconoce individualmente a los asturianos aunque nos la niegue como colectividad.

       Así pues, Miguel Ángel Lombardía está hoy entre nosotros no sólo por ser un reputado artista plástico sino también, y sobre todo, porque tiene plenamente interiorizado el sentimiento de la asturianía.

Sería inútil, sin embargo, preguntarse por el fundamento de este su segundo rasgo curricular. Cuando de sentimientos se trata, en efecto, pocas respuestas nos puede proporcionar la lógica de la razón. Y tal vez haya de ser así, si aceptamos con Eugenio D'Ors que ‘la razón es también una pasión´. Por eso me limitaré a constatar que, a mi modo de ver, nuestro protagonista de hoy se siente profundamente asturiano. Y a intuir que, desde su equilibrada síntesis de la Asturias del corazón y la Asturias de la cabeza, recordará siempre esta grata jornada con la que sus paisanos de la diáspora madrileña hemos querido reconocer su fidelidad a este sentimiento.

      Ahora, cedo los trastos de la ceremonia a nuestro Presidente para que, con el sencillo rito habitual, proceda a imponerle la “Manzana de Oro”, el más alto galardón de los que esta Casa concede. Pero no quisiera hacerlo sin tener, en este tramo final de mi intervención ya prolongada en exceso, un recuerdo particularmente afectuoso para Margarita, su esposa. Ella ha sabido compartir plenamente con Miguel Ángel buena parte de su biografía y es justo que, en esta hora de parabienes, comparta también esta distinción. Tantas horas de afanes comunes, merecen sin duda alguna reconocimientos comunes.

    Para ambos, pues, el deseo de larga vida y mi enhorabuena cordial.
Muchas gracias a todos por vuestra atención.